Jair Candor, 57 años, nació y creció en medio de la creencia de que los indios eran bichos y que era necesario matarlos para que no estorbaran el desarrollo del país. Más de tres décadas después, este funcionario de Funai (Fundação Nacional do Índio) se convirtió en un incansable protector de los derechos indígenas en Brasil.
Su trabajo es tan importante que fue nominado al premio Golden Butterfly Activist Human Rights Award, en colaboración con Amnistía Internacional, el cual rinde homenaje a defensores de derechos humanos alrededor del mundo para la lucha contra la injusticia y la opresión. Jair participó en el festival Movies that Matter (Películas que Importan, en traducción libre), en la ciudad holandesa de La Haya, después de haber dicho que sólo iría si era colocado en una jaula, por ser “demasiado animal de la selva para viajar en avión”.
Su lucha en nombre de los indígenas fue retratada en el documental Piripkura (Zeza Filmes), dirigido por Mariana Oliva, Renata Terra y Bruno Jorge, que cuenta la historia de Pakyî y Taman, dos de los últimos sobrevivientes del pueblo Piripkura. Viven aislados, por elección, en el noroeste de Mato Grosso, entre los municipios de Rondolândia y Colniza, bajo la amenaza constante de los hacendados y otros interesados en la tierra donde viven.
Además de participar de la muestra de activistas de Movies that Matter (entre los días 21 e 31 de marzo), Piripkura ganó el premio Derechos Humanos del Festival Internacional de Documentales de Amsterdam (IDFA) y el de mejor documental del Festival de Cine de Río.
Actuando como coordinador del Frente de Protección Etnoambiental Madeirinha-Juruena, Jair es el responsable de registrar, cada año, si los dos indios siguen vivos y viven en la región. Es la única manera de asegurar que el área siga cerrada para que ejerzan el derecho a seguir viviendo allí.
En medio de la repercusión de la película y las ganas de volver pronto al monte, Jair habló con Believe.Earth sobre cuánto los indios tienen para enseñarnos y el impacto positivo que es posible que traiga el documental.
Believe.Earth (BE)- El documental fue lanzado ahora, pero ya ha ganado varios premios. ¿Cómo ves esa repercusión?
Jair Candor (JC)- Sabes, cuando fui a Río para el festival, no estaba esperando ganar nada. Pero cuando anunciaron el premio, fue genial. Es una gran película. Por lo tanto, espero que cambie la opinión de algunas personas, porque es necesario entender que los chicos [indios] merecen respeto. Su historia debe ser contada. Pocas personas están interesadas en la problemática de nuestra región, del bosque. Y enfrentamos problemas desde todos los lados… de madereros, terratenientes, agroindustria. Pero creo que fuera de Brasil la película tendrá más éxito que aquí.
BE – ¿Crees que la película podría ayudar en la demarcación de la tierra de los Piripkuras, que hoy en día sólo está cerrada?
JC- Espero que sí. Porque la tierra indígena ha conservado lo que acción de madereros y otros ya habrían deforestado. Creo que mucha gente cambiaría de idea si supiera la historia de ellos dos. Le prestaría más atención al bosque, presionaría al gobierno. Necesitamos mucho de eso porque viven bajo un riesgo constante de ser asesinados.
BE – ¿Temes por sus vidas?
JC- ¡Mucho! Ya he escuchado decir a algún hacendado que terminará con los dos si los encuentra. Siempre trato de guiarlos para que tomen otra dirección, pero la amenaza es constante. Maderero, garimpeiro… está todo el mundo pendiente de las tierras indígenas. A veces me quedo indignado con eso, pero tenemos que seguir. Es un alivio cada vez que los encuentro vivos. Me emociono. Es incluso difícil de explicar lo que siento. Cuando veo que están bien, están tranquilos… para mí, eso es todo.
BE – ¿Por qué tanta admiración?
JC – Porque son personas que se esfuerzan por vivir sin lastimar a nadie, sin deber nada a nadie y sin depender de nadie. Este es un aprendizaje muy grande, algo que llevas para toda la vida. Es una gran lección. Admiro esta independencia de ellos para sobrevivir. Los chicos tienen sólo un machete, un hacha y una antorcha. No necesitan nada más, ni pasto lleno de bueyes, ni campo lleno de soja, nada. Sólo necesitan el bosque en pie. Con eso y con su sabiduría, viven bien y felices. Ojalá tuviera esa inteligencia.
BE – ¿Tardaste mucho tiempo en empezar a defender a los indígenas, considerando que fuiste criado en medio de una creencia muy diferente?
JC- Sí, tardé. Porque crecí con todo el mundo diciéndome que el indio era un animal y que no sólo podrían matarlos, sino cuantos más fueran eliminados sería mejor, ya que obstaculizaban el desarrollo del país. Vi al cauchero organizando expediciones para matar indios. Fue fuerte eso.
Pero comencé a cambiar mi concepto sobre ellos cuando trabajaba cuidando una finca en Ji-Paraná (Rondônia, norte de Brasil) e inicié un contacto con los indios de la tribu Gaviões. De un lado del río, estaba yo y del otro, ellos. Un día, fueron a la casa donde yo estaba. Siempre les conseguía algo, como café, azúcar. O los ayudaba con el motor que usaban para sacar la goma. Terminamos siendo amigos. Después de un tiempo, me recomendaron a Funai. En ese momento, ya había notado que mi aprendizaje de la infancia estaba equivocado y fui capaz de cambiar mis conceptos sobre los indios. Menos mal.
BE – ¿Cómo fue la primera vez que te encontraste con los indios Piripkuras?
JC – Ellos fueron ubicados en los años 80. En 1989, otra tribu le exigió a Funai que no los abandonaran. Recibí una llamada de teléfono para que tratara de encontrarlos y fui. Comenzamos las expediciones en mayo y pudimos encontrarlos sólo en agosto. Pensé que no estaban allí, porque toda la zona había sido tomada por el tractor y la motosierra. Pero estaban y no lo podía creer. ¡Son guerreros!
BE – ¿Ellos también sienten admiración por ti, ¿no?
JC – [Risas tímidas] Mira, creo que les gusta verme y tienen un respeto por mí. No sé si es el destino, pero siempre soy el que estoy ahí para ayudar cuando necesitan algo. Hemos desarrollado esta amistad por eso también.
BE – ¿Qué han necesitado ya?
JC – Una vez, el más viejo [Pakyî] estaba enfermo e insistí en que venga conmigo. Dio mucho trabajo convencerlo. Pudimos llevarlo al hospital y terminó quedando mucho tiempo internado, unos 4 meses, porque después de que fue operado de la vesícula [el problema inicial], contrajo malaria y varicela. Cuando fui a visitarlo, me miró y parecía estar viendo al salvador de la patria. Se colgó de mí, apuntando hacia el bosque y pidiendo para volver al monte. Fue una desesperación. Pero pude explicarle que era necesario se quedara más tiempo para curarse. Después lo llevé a la base y lo cuidé durante varias semanas. Hasta lo despertaba de madrugada para darle la medicina. A medida que mejoraba, cazábamos y pescábamos. Cuando se puso bien, no quiso quedarse. Su vida es esa. ¿Y quiénes somos nosotros para decir lo que es correcto y lo que no es? Es su derecho y punto. Me gusta verlos allí disfrutando de su vida, sanos y alegres. Los dos son muy divertidos. Están siempre alegres, hasta bailando. Es una lección de vida.
BE – ¿Pasas períodos largos de tiempo en el bosque, lejos de tu familia?
JC – Sí, estoy acostumbrado. He estado haciendo esto desde hace mucho tiempo. Desde el principio, quien aguantó la dificultad mayor no fui yo, fue mi esposa, que estaba en la ciudad cuidando a los chicos. Pero hoy han crecido [uno tiene 21 años y el otro, 13] y ya es más fácil para ella.
BE – ¿Por qué Pakyî y Tamandua siempre llevan una antorcha encendida?
JC – En 29 años trabajando con ellos, desde que Tamandua era un curumim [chico de poca edad], vi pocas veces apagarse esa antorcha. El fuego es muy importante para ellos. Tanto es así que las pocas ocasiones en que vinieron a buscarnos era porque querían fuego. Cargan esa antorcha, sin apagarla, por todas partes. Yo bromeo que es la antorcha de sus Juegos Olímpicos.
Este contenido es promovido en alianza con Instituto Socioambiental (ISA) y Greenpeace.
Publicado el 01/03/2018