Una silenciosa revolución está en marcha en la Escuela Estatal Profesora Maria da Conceição Oliveira Costa, en Itaquera, en la zona este de São Paulo. Allí, alumnos y profesores pusieron en marcha una huerta comunitaria de la que toman parte de los alimentos para la merienda y además se llevan lo que sobra a casa. El creador de la idea es Hans Dieter Temp, un gaucho de 51 años que sueña con acabar con el hambre en Brasil de la forma más sencilla y verde posible: con proyectos de agricultura sostenible en áreas urbanas y rurales.

El cambio en Itaquera comenzó a partir de la inquietud de la directora de la escuela, Eliane Ribeiro da Silva, que desde su aula miraba por la ventana y veía un espacio gris y abandonado. Diariamente, esta imagen le incomodaba, hasta que supo del trabajo de Hans y de su ONG Cidade sem Fomes (Ciudades sin Hambre). Hace tres años Eliane llamó a Hans para charlar y el sueño nació: aprovecharían los espacios abandonados de la escuela para hacer huertas que servirían no solo para proveer de alimentos frescos y orgánicos a los 700 alumnos, sino también como apoyo pedagógico. Hans vio en ese espacio la posibilidad de crear un proyecto inicial para el nacimiento de políticas públicas, se puso manos a la obra, abonó y empezó a plantar. “La huerta funciona como conexión entre la escuela y la comunidad”, explica. “Los niños llevan comida a casa, los padres se ponen contentos, se acercan a nosotros y a lo que hacemos, empezamos a juntarnos en grupos de trabajo, a hablar de los problemas de la escuela y cómo mejorarla, ellos se ofrecen para ayudar a pintar el lugar…es un intercambio, la esencia de la vida en comunidad.”

Enseguida los padres empezaron a hablar sobre los milagros que estaban sucediendo en sus casas. “Mi hija no comía ninguna verdura y ahora le encantan”, dice Eliane. Hans estaba seguro de que eso iba a pasar porque, por experiencia, sabe que los niños cambian su relación con los alimentos cuando ven de dónde vienen. “Los niños entienden que la tierra es vida, que el sol es fundamental, le dan valor a la naturaleza y van a seguir multiplicando eso”, dice. “Algunos niños ya sueñan incluso con ser chefs de cocina”, cuenta Eliane.

Criado en una hacienda en el interior de Rio Grande do Sul, Hans creció en medio de la tierra y rodeado de verde. Cuando se mudó a Suzano, en los alrededores de São Paulo, salía a la calle, veía la gran cantidad de terrenos baldíos y pensaba: “¿Por qué no hacer una huerta comunitaria aquí? ¿Por qué no transformar esa basura y escombros en un lugar que pueda ofrecer alimento a los vecinos?”. Y fue lo que hizo, un terreno baldío cada vez.

“Por supuesto las primeras veces el dueño del terreno dudaba, porque no sabía si yo iba en serio. Pero después de las primeras huertas todos vieron que funcionaba y se hizo más fácil”, cuenta.

UNA NUEVA SOCIEDAD
A partir de la fundación de la ong, en 2003, Hans empezó a hacer uso también de terrenos municipales y estatales. “Las ciudades no tienen que ser solamente industrias y proveedoras de servicios. Es perfectamente posible hacer nacer otras economías, fuentes de renta y, con ello, una nueva sociedad”, dice. Los sexagenarios de Pernambuco Genival y Sebastiana son propietarios de una huerta creada con la ayuda de Hans en São Mateus, en la periferia de São Paulo. El terreno está bajo una línea de transmisión eléctrica y, por ley, no tiene muchos usos, entonces Ciudades sin Hambre llegó a un acuerdo con el municipio y ahora cuatro familias usan el espacio para cultivar. “Nosotros sólo plantamos de forma orgánica”, dice Genival. “Los vecinos compran y les parece todo bonito, porque es de veras bonito. Y yo soy el que hace esa cosa tan bonita”, añade, señalando los 160 canteros que plantó.

En el centro de la foto, un hombre y una mujer, ligeramente girados el uno hacia el otro, ríen, con los ojos entreabiertos en medio de un huerto bordeado por muros de cemento. El hombre está más hacia la izquierda y lleva un sombrero de “cangaceiro” (en forma de media luna, de cuero marrón, típico de la zona árida del “sertão” brasileño), con decoración de estrellas blancas, gafas rectangulares de pasta negra, una camiseta azul claro y un pantalón marrón claro, del que cuelga, en la cintura, un gran machete. Tiene la piel clara y apoya su mano izquierda sobre el hombro derecho de la mujer, que tiene piel clara y el pelo canoso, largo y rizado, recogido en una coleta. Ella viste un delantal naranja claro sobre una camiseta rosa claro, de tirantes, pantalón azul marino y botas oscuras. Alrededor de ellos, plantas de diferentes tamaños y hojas. Al fondo, los muros que delimitan el huerto y un pequeño pedazo del cielo, azul claro.

Arriba, Genival y Sebastiana, dueños de una huerta impulsada con ayuda de la ONG (Difusión/Trip Transformadores)

En total su ong ya ha desarrollado 25 huertas comunitarias en 30.000 metros cuadrados, y él sabe que sigue siendo poco porque, si ideas y ganas no faltan, aún queda mucho por hacer. Pero el sueño de Hans va más allá. Su sueño quiere transformar Brasil y el mundo. “Mira, viví cuatro años en Alemania, donde hice un curso de especialización en agricultura, y sé que existen problemas en todas partes, pero también sé que nuestro país tiene un clima perfecto, hay tierra, agua y esta gente tan buena. Por qué aún hoy hay focos de miseria en nuestras ciudades es algo que no consigo entender”, dice. “¿Cuánto cuesta una simple huerta que puede alimentar a toda una comunidad? Menos que una botella de vino servida en los mejores restaurantes de São Paulo”.

Y tal vez esa sea la diferencia entre el famoso y el héroe: inconforme con las injusticias sociales, el héroe se deja de blablablá, se arremanga y trabaja en nombre de toda una comunidad, soñando con el día en que el mundo se habrá transformado para siempre.