Sentarse al caer la tarde en un banco de una aldea de los indios Panará es ver a un grupo de chicos de 7 u 8 años afilando una lanza o tomando piedras para usar la honda. Es divertirse con las niñas que paran el fútbol con pelota de tenis y vienen a charlar y reír con las periodistas incluso sin saber portugués. Es impresionarse con los más chicos, de 5 o 6 años, que saltan a la cuerda hasta con bebés aúpa y no pierden el aliento ni la destreza. Los niños de Nãsepotiti parece que nunca se aburren.

Es difícil imaginarse cómo sería la vida cotidiana y, especialmente, el estado de ánimo y su humor si viviesen fuera de la Tierra Indígena Panará, que se encuentra en un tramo de la Amazonia, entre Mato Grosso y Pará. Para los abuelos de estos niños, la respuesta llega de inmediato: ellos no estarían tan alegres, fuertes y sanos.

Esta afirmación viene de la historia de vida de estos ancianos, especialmente de los que han vivido cerca de 20 años en el Parque Indígena do Xingu (MT). “Allí no era como aquí. La tierra era pobre, tenía poca fruta. Ningún bebé nace como aquí”, cuenta la partera Kreenpy (léase Kreempã), que no sabe su edad, así como buena parte de los Panará mayores. “En Xingú, nuestros niños crecían flacos”, dice otro anciano, Seiakã, mientras trenza un cesto. “Era triste. Aquí, se es feliz”.

Tras casi haber sido diezmados (pasando de 400 a 70 miembros) por enfermedades y males como gripe y diarrea (leer más aquí), fueron llevados a Xingu, parque indígena diseñado por los hermanos Villas Bôas. A primera vista, los Panará estaban bien y sanos en Xingu. Pero una mirada más refinada mostró que la salud va más allá de la ausencia de enfermedades, dice el médico sanitarista Douglas Rodrigues, coordinador del Proyecto Xingu y que sigue las condiciones de salud de los Panará y de otras etnias desde hace más de cuatro décadas.

“Desde su llegada a Xingu, conversaba con ellos y escuchaba lo mismo: ‘Esto es malo, aquí no hay castaña’. No entendía muy bien y tenía miedo de que se agarrasen malaria y tuberculosis”, cuenta el doctor, en la sede del proyecto, en la zona sur de São Paulo, en una sala con arte indígena y recuerdos registrados en aldeas a lo largo de Brasil. “Desde el minuto en que pisé Nãsepotiti, entendí todo. Para ellos, no hay salud sin territorio. No es solo curar enfermedades – es vivir bien. Esto involucra familia, relaciones, rituales, tierra”. Para demostrar que tenían razón en volver, los Panará no paraban de llevarle comida a Douglas. “Uno llegaba y me decía: ‘Ya había comido boniatos en Xingu. ¡Allí no había!’. Enseguida venía otro dándome açai”.

EL BUEN VIVIR DE LOS PANARÁ
En la tierra de origen, los Panará vivían en una zona vasta. En Xingu, no podían salir fuera de los límites del parque ni podían cosechar las castañas y los frutos a los que estaban acostumbrados. Tampoco era posible cazar y pescar como habían aprendido. “Los Panará no sabían pescar con anzuelo e hilo y desconocían la construcción y el manejo de canoas”, explica Douglas en su tesis doctoral “Salud y enfermedad entre los Panará, Pueblo Indígena Amazónico de contacto reciente, 1975-2007”.

Lejos del bosque donde crecieron sus antepasados, también perdieron los remedios de la floresta. Y pasaron años sin pajés o chamanes, ya que los ancianos se habían muertos o fueron desvalorizados por la tribu, por algunos o los culparon de los “hechizos” que casi los exterminan. “Quedarse sin pajé es malo ya que los deja a merced de la medicina del hombre blanco, que muchas veces no es la ideal para ellos”, dice Douglas. “En Xingu, los Panará tenían que recurrir a pajés de otra etnia – un escenario lejos del adecuado”.

SABIDURÍA ANCESTRAL
El regreso a la tierra rescató la autonomía del pueblo y los llevó de vuelta a sus tradiciones. Los ancianos enfatizan que es buena tierra para plantar, con ríos ricos en peces y abundante bosque para la caza, lo que trae salud a los Panará. Y fertilidad. La comunidad que volvió con 178 indígenas tiene, dos décadas más tarde, más de 600 personas. El número impresiona, ya que el índice de mortalidad infantil indígena, según el Instituto Brasilero de Geografía y Estadística (IBGE), es más del doble que entre los no indígenas. De acuerdo con el Consejo Indigenista Misionero (Cimi), la mortalidad infantil indígena creció más del 20% en Brasil de 2015 al 2016.

Nãsepotiti dispone de una clínica de salud con medicamentos, médico y enfermera o técnico en enfermería, que pueden llamar al rescate aéreo en casos graves. Pero la fórmula de salud y bienestar de los Panará abarca otros factores. Mientras amamanta a la hija de unos meses y llama la atención del hijo que le hace muecas a la cámara, la joven Tutiti revela uno de los secretos del crecimiento de su pueblo: la alimentación de las mujeres embarazadas. “Las dos veces que quedé embarazada, comía peces muy pequeños, que son los que tienen olor más suave y por eso no dan náusea”, afirma. Para la partera Kreenpy, las mujeres embarazadas tienen que comer mucha miel y frutas nativas. “En Xingú había poca. Pero aquí, como la tierra es buena, la finca da mucho”.

El Dr. Douglas Rodrigues dice que es importante respetar y preservar el conocimiento indígena. “Cuando voy hacia allí, oigo mucho acerca de lo que la caza rindió, cómo fue la pesca, las condiciones del cepillado de la tierra”, dice. “Presto atención para no pisar los cuidados tradicionales. Depresión, por ejemplo, suele ser muy bien tratada por la medicina indígena, al tiempo que la nuestra usa psicofármacos y no siempre funcionan correctamente”.

Para él, es fundamental que los profesionales que trabajan con los Panará – u otros pueblos – mantengan una mínima intervención. “Un paso más allá y uno crea dependencia, y esto les quita la autonomía”, dice. Y, para los Panará, la autonomía vale más que un remedio.

 

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Reportaje parcialmente financiado por el International Center for Journalists (ICFJ).
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