La política y el amor tienen que ver con el arte de dedicarse al otro. La inspectora de trabajo Marinalva Dantas lo sabe desde pequeña, cuando sus padres la dejaron al cuidado de unos tíos que tenían ciertas condiciones económicas. Al crecer en una familia de clase media de Natal, en Rio Grande do Norte, donde vive aún hoy, lejos de la pobreza que rodeaba a su familia biológica en Campina Grande, en Paraíba, Marinalva se dio cuenta de que algo iba mal cuando fue de vacaciones a casa de sus padres. “Me llamó la atención que mis amiguitos no pudieran jugar conmigo porque decían que tenían que trabajar”, cuenta. “Y lo segundo que me pareció raro fue que de unas vacaciones a otras yo crecía y ellos no. Me llevó años entender que no crecían porque no comían”.

Cuando le preguntó a su tío si ella también debería trabajar, escuchó lo siguiente: “El trabajo de un niño es estudiar”, y desde entonces es la frase que orienta su vida. Homenajeada en Trip Transformadores por su lucha contra el trabajo esclavo e infantil en Brasil, habiendo sacado a más de 1.500 personas de situaciones de trabajo esclavo, Marinalva tiene 62 años, es madre de dos hijos adultos, abuela de tres niños y cree que aún está lejos de dar su misión por concluida. “Todavía hay gente en Brasil que trabaja en haciendas realizando el papel de un animal, arrastrando cajas de bananas por la cintura, un tipo de esfuerzo que llega a arrancarle las vísceras a las personas”, dice.

Se pone hecha una fiera cuando se refieren a la esclavitud contra la que ella lucha como “esclavitud moderna”. “¿Qué hay de moderno en ello? Es una esclavitud arcaica y macabra para nuestros días”. Recuerda que ya hubo ocasiones en las que llegó a sacar a 135 niños de una feria en la calle en la que trabajan en condiciones desmoralizantes. “A pesar de que no existe trabajo infantil que pueda ser considerado moral”, añade.

LA VIDA DE LOS OTROS
Otra de las batallas de Marinalva es replicar a aquellos que creen que un niño pobre trabajando es un niño menos robando, que el trabajo infantil es una manera útil de hacer que ese niño pobre no sea un problema para la sociedad o para el estado. “Hay muchos padres que piensan así, y les parece importante que su hijo trabaje, no solo para estar alejado de las drogas y el crimen, sino también para ayudar con los gastos de la casa”, cuenta. “Hay ocasiones en que parece que mi función es la de proteger a ese niño de los propios padres”. Muchas veces Marinalva escucha de la familia que su hijo trabaja pero también va a clase, argumento que le irrita aún más. “¿Cómo un niño exhausto puede aprender algo? No aprende nada, hay niños de 14 años que no saben leer y están en la escuela. Ya vi transporte escolar pasar por el vertedero para recoger a niños que trabajaban allí y llevarlos a clase”, dice. Todos los días se pregunta qué habría sido de ella si se hubiera quedado en Campina Grande y hubiera sido obligada a trabajar como sus amigos.

La simple descripción de un día de trabajo en la vida de Marinalva es capaz de causar un dolor profundo. Como cuando entró en un matadero y encontró a decenas de niños extrayendo con sus manos los órganos de los bueyes, sucias de sangre y excrementos. “Aún hay más de 3 millones de niños trabajando ilegalmente en Brasil”, dice. “Este trabajo es más o menos como subir una duna: dos pasos hacia arriba, uno para atrás. Lo importante es no dejar de subir”. Recientemente fue invitada a formar parte de un partido político y reaccionó riendo. “No hay ni uno que tenga que ver conmigo, son todos parecidos”, dice Marinalva. Su batalla es contra gente poderosa y adinerada que esclaviza a hombres, mujeres y niños en busca de lucro fácil. “He sido testigo de las más sórdidas articulaciones políticas y no he podido hacer nada”.

Una foto en blanco y negro muestra a una mujer, hacia el lado derecho de la foto, con el tronco reclinado hacia delante y hacia la izquierda de la imagen. Tiene una cámara de fotos en la mano, con el objetivo hacia tres niños, en el lado izquierdo, que posan para ella con expresión seria. Uno de los niños está sentado en una silla de metal, cuyo respaldo se apoya en un pequeño poste de madera, en el que también se apoya otro niño, detrás del primero, sobre cuyo hombro coloca el brazo derecho. El tercer niño está al lado de los otros dos, con las manos unidas delante del pecho. Encima de ellos, una estructura de postes de madera cubierta por tejas. El suelo es de tierra batida y pequeñas piedras. Detrás de ellos, algunos muebles y pedazos de madera bajo el mismo techo. Al fondo, vegetación baja dispersa y el cielo despejado.

Marinalva con niños de João Câmara, en Rio Grande do Norte (Difusión/ Trip Transformadores)

Cuando era joven su sueño era ser jueza, profesión que habría sido más del agrado de sus hijos, que nunca entendieron cómo su madre podía faltar a eventos familiares para ir a cuidar a otros niños. “Todas las veces que recibí un premio estaba sola. Hoy mis hijos entienden que todo lo que hice fue por ellos también, porque lo que quería era un mundo mejor para ellos”; dice, perdiendo su mirada en el horizonte, como quien se abandona al pasado y revive un periodo de soledad. Pero Marinalva recupera enseguida la entereza y concluye: “Las amenazas de muerte no me frenan. Solo voy a parar cuando no haya más niños en los semáforos. Los niños son el termómetro de la sociedad: si no están bien, la sociedad está enferma”.